Mientras me siento aquí reflexionando sobre los días de mi pasado, me encuentro transportada a una época en la que mi vida estaba consumida por la adicción. Era un tiempo en el que la heroína dictaba cada una de mis decisiones, y me sentía como una espectadora de mi propia vida, observando desde la distancia mientras me hundía cada vez más en la desesperación.

No tenía hogar; vivía en un camión con mi novio de aquel entonces, la persona que me introdujo a la heroína. Juntos, navegábamos por un mundo de mentiras, robos y supervivencia. Hice cosas que nunca imaginé que sería capaz de hacer, como robar en la casa de un querido amigo. El peso de saber cuánto me importaba esa persona y, aun así, elegir traicionarla es algo que llevaré conmigo para siempre. Pero en la agonía de la adicción, no era yo misma. Era como si estuviera desprendida de mi cuerpo, observándome desde arriba mientras cometía actos que sabía que estaban mal. Me sentía impotente para detener las decisiones que alimentaban mi insaciable necesidad de escapar.

Mirando hacia atrás, ahora puedo ver esos momentos con claridad, no para justificarlos, sino para comprender las profundidades de la desesperación que me impulsaron. La adicción me despojó de todo: mi dignidad, mis valores, mi conexión con las personas que amaba. Pero también me dio algo que nunca podría haber encontrado de otra manera: un profundo sentido de empatía y compasión por aquellos que recorren el mismo camino doloroso.

Hoy, mi vida es irreconocible en comparación con aquellos días de desesperación. Vivo en recuperación, guiada por principios espirituales y una vida arraigada en la salud y la responsabilidad. Me despierto cada día agradecida de estar libre de la esclavitud de la adicción. La idea de hacer las cosas que hice en ese entonces —mentir, robar, traicionar a quienes más me importaban— se siente como una pesadilla lejana, algo que hoy me resulta inimaginable. La persona que soy ahora no tomaría esas decisiones, pero tengo una profunda gratitud por las lecciones que he aprendido.

Uno de los mayores regalos de mi recuperación es la capacidad de usar mi dolor para un propósito. Hoy en día, tengo el privilegio de trabajar con quienes luchan contra la adicción y aún sufren. Veo el dolor en sus ojos, la misma desesperanza y vergüenza que una vez me consumió. Cuando miro a una madre que aparentemente ha elegido su adicción por encima de su hijo, no la juzgo. Veo su humanidad, su quebrantamiento y su desesperación. Y sé, en lo más profundo de mi alma, que yo también podría haber tomado la misma decisión si hubiera estado en su lugar.

Este entendimiento me ha hecho más humilde y me ha ablandado mi corazón. Me permite encontrarme con las personas donde están, sin condenarlas, y recordarles una verdad simple pero poderosa: “Mientras haya un latido del corazón, hay esperanza”.

Hay una extraña belleza en la capacidad de conectar con los demás a través del dolor compartido. La niña que una vez pareció observarse a sí misma desde una perspectiva distante, impotente para detener la destrucción que estaba causando, ahora es la mujer que puede mirar a los ojos de otra persona y ofrecerle un salvavidas de esperanza. Mi pasado, por doloroso y desordenado que haya sido, me ha dado la capacidad de sentarme junto a alguien en sus momentos más oscuros y comprender realmente su lucha.

La recuperación me ha enseñado que, incluso las decisiones más deplorables, pueden tener un propósito si estoy dispuesta a permitirlo. El dolor que causé, tanto a los demás como a mí misma, se ha convertido en un puente que conecta mi alma con la de los demás. Me ha mostrado la importancia de la gracia, la humildad y las segundas oportunidades. Y, lo más importante, me ha mostrado la resiliencia del espíritu humano.

Si yo pude encontrar mi camino fuera de la oscuridad y hacia la luz y la libertad de la recuperación a largo plazo, entonces ese  milagro es posible para cualquier persona. Hoy, soy la prueba viviente de que una vida de libertad, paz y conexión no solo es posible, sino que vale la pena luchar por ella.

Sra. Jamie, en recuperación