Junio 2013, Calle 12 y Maryland.
Son las 2:00 a.m. Estoy agachado bajo el toldo de la entrada de un bar del barrio y está lloviendo. La lluvia salpica contra el asfalto, cubriendo mi cara con una neblina fría, pero no me doy cuenta porque estoy drogado, otra vez. He renunciado al refugio, la comunidad, la comida y el tratamiento por 2 gramos de heroína, una pequeña bolsa de metanfetamina y el pavimento. Estoy buscando a tientas el frasco en mi bolsillo que contiene mi posesión más preciada, mi mano roza una aguja hipodérmica y exhalo un suspiro de alivio sabiendo que al menos por un tiempo no tengo que pensar en nada. Sigo dando pedazos de mí por esto y sigo convenciéndome de que ésta es una transacción razonable. Regularmente me encuentro sin ningún lugar a donde ir y experimentando serios problemas médicos debido a mí consumo, pero continúo encogiéndome de hombros como si no fuera nada. Sé que hay soluciones para este dolor, esta forma de vida oprimida y dura, pero no estoy en un lugar para abrazar eso, así que aquí estoy: empapado de lluvia, chanclas, heroína, metanfetamina y la canal.
Chris está conmigo y está caminando hacia el Circle K de al lado por onceava vez en una hora, para robar pastelitos de miel. He pasado la última hora tratando de drogarme detrás de un contenedor de basura en la tormenta y finalmente tener un momento de respiro. Ya siento que los bordes de mi intoxicación se desgastan y la metanfetamina rechina mi psiquis cuando, en un instante, la realidad se apodera de mí cuando la luz de un reflector de un coche patrulla me ciega y me pongo a correr instantáneamente.
Estoy corriendo. Rápido. Sin dudarlo. Correr como si estuviera tratando de ganar una medalla de oro y saber que si me atrapan de nuevo, la gravedad inconmensurable de mi situación me enfrentará y ese es mi mayor temor. Estoy corriendo tan rápido que mis pies se resbalan en el asfalto y en el caos mis sandalias vuelan de mis pies hacia la oscuridad, pero no importa. Solo necesito estar lejos de aquí. En cualquier lugar menos aquí. Sigo corriendo, con el corazón latiendo muy fuerte y faltándome el aire. Giro por un callejón, trepo una cerca, vuelo a un callejón sin salida, luego a un camino de entrada, me meto debajo de un Toyota 4Runner y me quedo quieto. Descalzo. Acostado como creo que una persona muerta se acostaría sin respirar o mover un músculo y rezo.
Rezo en mi mente y en voz baja le pido a Dios que me rescate por lo que parece ser la millonésima vez de este destino y esta vida y situación en la que me encuentro, pero siento que Él no me escucha. Se siente como si nadie me escuchara y punto, aunque lo hicieran. Siento como si el peso del camión bajo el cual estoy acostado me aplastara el pecho a pesar del espacio libre y pienso en lo estúpido que es esto. Qué ridículo es esto. Qué avergonzado estoy de mí mismo de ser la persona que soy, estar empapado por la lluvia en las primeras horas de la mañana debajo de un camión en el camino de entrada de una casa al azar. Soy la persona que vi tirada en la acera del centro de la ciudad al pasar en un automóvil cuando era niño; la persona de la que hablaron en D.A.R.E, la persona que nadie quiere ser. Bien podría estar muerto porque, y por mi vida que no sé cómo salir de este camión o de estas terribles circunstancias interminables. Estoy temblando de miedo, la ropa húmeda se me pega a la espalda, huelo a aceite de motor en la boca y no puedo moverme. Espero. Siento que me he escapado, pero no puedo convencerme de que no me siguen buscando. Pasan las horas. Tal vez fueron solo minutos, pero no lo sé. Todo lo que hago es esperar y esperar que algo cambie, pero no es así, y sigue lloviendo, y sigo existiendo aquí en la oscuridad donde nadie puede verme y sin zapatos.
Agosto 2023.
La humedad densa pesa sobre la tarde. El aire es denso con humedad, los rayos del sol calientan la ciudad a temperaturas de tres dígitos. Reviso mi reloj entre llamadas de trabajo y miro por la ventana trasera.
Cielos grises en el horizonte: destellos intermitentes de relámpagos brillantes que adornan los límites de la ciudad. Abro la puerta y me pongo a escuchar si hay truenos, pero no oigo ninguno. Mi bebé y mi esposa están durmiendo la siesta. Mi hija está en la escuela. La oportunidad se está presentando. No es ideal con la temperatura. Sin embargo, cierro mi computadora, tomo agua y me ato los zapatos.
Camino hacia el asfalto en el callejón detrás de nuestra casa. El calor es implacable. Me vierto agua en la cara y el cuello y enciendo mi reloj. Hago calentamiento en las aceras de nuestro vecindario, rotando intermitentemente entre estiramiento dinámico, trote ligero y caminata rápida.
Después del calentamiento, la carrera comienza apropiadamente. Salgo hacia Maryland por la 18th Ave y me dirijo hacia el este con paso firme, consciente de mantener el equilibrio. Una parte visceral de mi cerebro quiere liberarse y bombear todo lo que tengo lo más rápido posible, pero lo que busco es el juego largo, no el pique. Consistencia.
Me pregunto por qué hago esto mientras paso por Central y Maryland, la tierra y la grava familiares del camino de herradura crujen satisfactoriamente bajo mis pies. Pienso en el calor opresivo: los dolores, las molestias y las lesiones a lo largo de los años. Al principio, a mi mente se le podían ocurrir rápidamente un millón de excusas para hacer otra cosa, pero aquí estoy, cada dos días, corriendo cada vez que tengo tiempo, incluso si eso significa que estoy corriendo a medianoche cuando el resto de la ciudad está dormida. Lo importante es hacerlo incluso cuando no te apetece hacerlo, entonces es cuando más indicado es que lo hagas.
Pienso en mi papá. Sobre los primeros recuerdos de él priorizando constantemente la aptitud física, la salud y el bienestar. Mi aparente desprecio por ese estilo de vida mientras me sumergía en las profundidades de la adicción. Mi incapacidad para entender lo que mi padre estaba diciendo en ese entonces. Lo que él estaba modelando y mi eventual descubrimiento de los vastos méritos que se encuentran dentro de la actividad física constante durante la recuperación. Hubo años de dudas, dolor mental, adicción, enfermedad y pérdida, años que pensé que me había perdido por completo. Los años que ahora veo que sirvieron para encontrar mi equilibrio. Aprender a correr. Ahora entiendo lo que él entendía en ese entonces.
Otra milla y estoy doblando la esquina de la calle 12 y Maryland. El letrero de Feeny’s me mira desde mi posición en la acera. Miro el letrero cuando paso y me siento bien conmigo mismo. Me siento concentrado y tranquilo. Los pensamientos ansiosos y acelerados que solían bombardearme con una intensidad alarmante son sofocados por la actividad aeróbica constante. El diálogo interno negativo que históricamente me abrumó es absorbido por la energía mental necesaria para mantener el ritmo. Es por eso que hago esto, por la libertad y el alivio que me proporciona como ninguna otra actividad lo hace. Se vuelve más fácil cuanto más lo hago, y más lejos voy.
Otra media milla y estoy en el largo tramo de casa. Los aspersores riegan el césped verde y cuidado de un complejo de apartamentos cercano. Sin dudarlo, me desvío de la acera y corro a través de ellos refrescándome con agua fresca. Estoy empapado. El efecto refrescante persiste, revitalizándome durante varios minutos. No me importa la humedad. Le doy la bienvenida bajo el ardiente sol de Arizona y sonrío para mí mismo. Continúo mientras las huellas húmedas se secan detrás de mí en el pavimento: el ritmo de mis pies y la música en mis oídos son todo lo que existe. Endorfinas acelerándome, piernas hormigueando, no hay nada más ahora. Me desconecto. Vivo el momento.
Pienso en todas las carreras que hice a lo largo de los años mientras me dirigía por el callejón trasero hacia casa. Escapando de personas, lugares, cosas, situaciones, de mí mismo. Y la forma en que corro ahora, por elección, con propósito, en paz, sanando, y con mis zapatos puestos.
Sean – In Recovery